Atacada de la risa y presa de curiosidad dejé que el hombrecito me cortejara.
Insinuó acompañarme hasta la puerta de mi apartamento y con la emoción del galanteo se lo permití. A partir de aquí no recuerdo exactamente como llegamos a la cama, ni como llegó su cabeza hasta el vértice aterciopelado de mis piernas. Andrés jugueteó con sus labios en el jardín de mis ingles, avivando recobecos que tan solo mis dedos conocían. Con hormigueo contenido dejo su puesto en las trincheras para cañonear de frente, notándo a su cofrade totalmente dentro de mí.
Generoso en el ritmo y certero en el tacto me llevó durante más de veinte minutos a países desconocidos hasta que con un incontrolado gemido expulsé treinta años de brea, quedando mi cuerpo agonizante de un placer que hasta ése día desconocía.