Aquel principio de verano de 1.984

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Era noche de San Juan, de paganas y purificadoras hogueras en la playa. Los niños y jóvenes del pueblo saltábamos las piras que nos tiznaban brazos, piernas y cara.
Lola y yo, sumidos en la embriaguez de las locuras de juventud, decidimos bañarnos, entre risas y gansadas de adolescente. Ella sugirió que nos sacáramos la ropa interior, y así lo hicimos, bamboleándola al aire completamente emocionados. Le tiré mi bañador a la cara y ella se hizo la ofendida, de modo que vino hacia mí con la intención de hundir mi cabeza, pero me revolví, y asiéndola por la cintura la sumergí. Del resultado de la escaramuza, nos encontramos bajo el agua con nuestras piernas y brazos entrelazados hasta que nuestras cabezas emergieron del agua para cruzar una mirada teñida por el reflejo de la luna y darnos un beso salado.
Sumidos en la pasión decidimos compartir nuestros cuerpos virginales conducidos por el vaivén de las olas hasta la orilla.