
BSO recomendada: Caminando por la vida (Melendi)
Hace poco me encontré con Toni, un amigo de la infancia, uno de esos con los que bajaba pendientes con mi BH de carreras sin frenos, uno de esos con los que nos dejábamos las piernas encoladas con las resinas de los pinos que escalábamos, otro bicho como yo. No puedo considerarlo un amigo pero si un compañero de aventuras y chiquilladas de aquellos maravillosos finales de los setenta y principios de los ochenta. Estuvimos tomando unas cañas, departiendo anécdotas, recuerdos y otras boberías, empezamos a hablar de Manolito, de César y de Angelines, una niña más bruta que cualquiera de los niños de la pandilla. Recordando a cada uno de los personajes del barrio me vino a la mente un nombre: El “Cholo Fitipaldi”. El personaje en cuestión tenía dos o tres años más que nosotros, era un chaval de amistad esquiva y de bronca fácil. Acostumbraba a ir solo por las calles, encarándose con los perros que asomaban ladrando desde las verjas, arañando con una navajilla la chapa de los coches o tirando piedras a los trenes que atravesaban el pueblo. Seguramente necesitaba hacer amigos, pero su pose chulesca provocaba que nadie quisiera acercarse a él, aunque alguna vez sí se había unido a nosotros para jugar algún partido de futbol. Durante el transcurso de un verano se juntó con un grupo de gente del otro lado de la vía y allí empezó su perdición. Empezó a robar radios de los coches, a emborracharse con “litronas” en medio de la calle y a meterse varias cuadras de caballo cada día. Una vez, desapareció del barrio varias semanas y se comentaba que lo habían pillado robando y lo habían metido en un reformatorio, luego se supo que sí, lo pillaron robando, pero lo que realmente pasó, es que el dueño del coche que había abierto lo había cosido a “hostias”, hasta el punto de tenerlo que hospitalizar. A partir de ahí fue a más, empezó a robar coches, a tirar bolsos con su Derbi Variant y a huir de la pasma. De su boca escuché por primera vez términos como “chupa”, “peluco”, “pipa”, “madero”, “carro”, “pico” o “llevar el mono”. Le gustaba alardear de su nuevo argot y de su condición de “quinqui”; chuleaba con frases como “hoy me he echo un Seat 131 en un minuto”, “que si los maderos me buscan”, “que si mi vieja me ha echado de casa”, vamos, que se descarrió por completo... Empezó a parar a los vecinos por la calle con la cantinela de “¿Tienes cinco duros sueltos para un pico?”, incluso a alguno le llegó a sacar una navaja. Con 17 años lo “trincaron” por primera vez y a los 19 le cayeron seis meses en “La Modelo”. Yo me fui del barrio hace muchos años y no había vuelto a saber nada del “pieza”, hasta que le pregunté a Toni si sabía algo de él. Me contó que había tenido un accidente de coche a los pocos meses de salir de la cárcel y que a resultas de éste, se hizo papilla las piernas y la cara. Enfermó de SIDA y se fue consumiendo poco a poco, como toda una generación de hijos de inmigrantes, de gitanillos y también de algún niño bien. Fue una generación de falsos héroes, de niños condenados a no tener futuro, una generación perdida por culpa de la maldita droga y la falta de oportunidades. Los “quinquis” de los ochenta fueron como los bandoleros del siglo XIX, dejaron la vida pero también dejaron leyenda. ¡Descansa en paz, Fitipaldi!