
BSO recomendada: Puede ser (Conchita)
Apenas hacía un par de semanas que nos habíamos confesado mutuamente nuestra atracción, habían sido largas noches de maratonianas sesiones de Messenger, de sonreírle a un monitor que nos catapultaba a olvidar ilusiones frustradas y nos invitaba a emprender el camino hacia la maravillosa experiencia de querer, y sobretodo de ser querido.
Apenas habíamos podido vernos tres veces, siempre con un frenético reloj como testigo de nuestra clandestinidad, disfrazados de cenicientas privadas de bailar. En nuestra tercera cita, conocedores de nuestros sentimientos, testigos de lo que los ojos nos transmitían y tras superar la timidez que nos había atenazado hasta ese momento pudimos degustar nuestros labios, acariciarnos las mejillas y fundirnos en un apresurado abrazo de despedida.
Y entonces llegó ese domingo de mayo, en el que el sol despertó tras muchos meses de frío y lluvias, pleno y generoso para ofrecer el mejor decorado al encuentro definitivo.
Habíamos quedado en un restaurante para comer, sin prisas, sin planificar nada, esperando que la magia y la atracción hicieran el resto. Ningún reloj nos coartaba, ninguna obligación nos atenazaba, la vida nos había reservado ese día para nosotros.
Una de bravas, una de chocos, aceitunas rellenas, varias croquetas y unas cervezas. No procedía tomar café, las mariposas hacían demasiadas travesuras en nuestros estómagos como para teñirlas con cafeína.
No habíamos planificado nada, la magia nos estaba convocando pero no sabíamos en que escenario debíamos encontrarla. Tras pagar a medias la cuenta empezamos a andar sin rumbo, degustando el placer de agarrarnos las manos y dedicarnos algún que otro beso.
Un gran teatro nos sugirió el escenario perfecto, una playa de sol anaranjado nos cautivó, de manera que nuestros pasos se dirigieron a ella por ley no escrita. A pies descalzos y con zapatos en mano buscamos una loma amiga, que nos refugiara del miedo y nos atrincherara nuestra intimidad.
No podía dejar de mirar esos ojos verdes y Nina no podía dejar de estudiar cada sonrisa, cada pliegue de mi cara, cada gesto….
Las caricias suaves, los besos tiernos, las miradas intensas y los corazones apresurados. Dos cuerpos temblorosos y febriles esperaban conocerse, dos almas huérfanas cuchicheaban a escondidas interpretando a un cupido invisible cargado de flechas.
Y entonces llegó ese beso largo, el definitivo, el que nos encomendaba a probar suerte, a perder los miedos, a emprender un nuevo viaje, más bonito, más pleno, un viaje de solo ida.
La pasión requería de paisajes más íntimos, alejados de miradas curiosas, de mentes cerradas y de voayeurs profesionales y abandonamos la playa, dejándola huérfana y con la miel en los labios.
Llegamos a casa, atenazados por vergüenzas retomadas y otra vez esa timidez estúpida, mirando marcos de fotos, saludando a la mascota de turno y disculpando el desorden en casa de quien no espera ninguna visita. Busqué su mirada, la provoqué, la seduje con una sonrisa y una leve caricia en la mejilla. Nuestros labios volvieron a encontrarse, premonitorios de delicias amatorias, las miradas tiernas confesaban nuestros deseos, y los abrazos proclamaban juegos hasta ayer prohibidos.
Manos valientes osaron escabullirse bajo la ropa, cuerpos arqueados cedían espacio a los dedos traviesos. Cinturones que poco a poco se escurrieron por sus hebillas, botones que se desojalaron con torpeza, mangas que se resistieron a desenfundarse de sus brazos y ropa que se esparció en la antesala de una habitación, fueron suficientes para rendir nuestros cuerpos a un deseo incontrolado.
Nos tumbamos en la cama, entrelazando piernas, interactuando caricias, sorbiendo besos, preparando nuestros cuerpos al escándalo del amor…La amalgama estaba lista para la fusión corporal, era el momento de volver a ese beso definitivo, el que nos rasgaría los últimos temores y las últimas vergüenzas, el último paso antes de que los dos cuerpos se unieran al fin.
Deslicé mi mano bajo su cérviz para tornar su cuello y hacerlo mío con mordiscos suaves y besos de fantasía. Con mi otra mano descubría por primera vez el relieve anatómico de sus pechos y recorría en grácil jugueteo mis dedos por los caminos de éstos, presionando en intermitente vaivén cada uno de ellos. Nina hincó sus dedos entre mi enmarañado cabello, destinando su otra mano a acariciar mi pecho con firmeza.
Me apeteció deambular por su cuerpo, esparciendo besos en pechos, ombligo y muslos, deslizando mi mano por las inacabables curvas de sus caderas y entonces añorando su mirada volví hacia su cara, me situé sobre ella, posando mis manos en ella con dedos abiertos para obsequiarle con ese beso definitivo, el que nos embriagó en la playa y que nos había citado en esa cama.
Nuestras pelvis se encajaron tras un acompasado movimiento circular, sintiéndonos lo más cerca que pueden sentirse dos personas, danzando como marionetas pendidas por un mismo hilo. Propuse sacudidas lentas con impulso profundo, Nina arañó mi espalda y yo mordisqueé sus labios sin perder de vista esos ojos verdes que me sulibeyaron desde el primer día. Barry White nos acompañaba con su “you’re the first, the last, my everything” en nuestro íntimo viaje al mundo del placer.
Nina quiso presidir mi cuerpo desde arriba, buscando su propio ritmo, contorneando su cintura en circular compás. El jadeo de ambos se silenció unos instantes, Nina empezaba a notar ese cosquilleo particular, ese hormigueo que descontrola el cuerpo, que libera el placer más poderoso que conoce la raza humana. Ceñí sus senos con fuerza, invadido por su energía, proclamando mi cortocircuito a ultranzas de las sensaciones de ella.
Un gemido sostenido se escapó por su garganta provocando la expulsión de todo mi magma sexual y un alarido feroz. Apuramos nuestros últimos vaivenes rítmicos, intercalando sollozos, musicando pasiones.
Tras consumar nuestro placer, las caricias y las miradas se explicaban sensaciones, se congratulaban de su destino y suplicaban que no acabara jamás esa magia que acababan de compartir.
No puedo decir que así acabó ese maravilloso día, por que por mucho que nuestras vidas de Cenicienta nos desafíen, por muchos relojes que nos coarten nuestros encuentros, ese día jamás acabará.
Apenas habíamos podido vernos tres veces, siempre con un frenético reloj como testigo de nuestra clandestinidad, disfrazados de cenicientas privadas de bailar. En nuestra tercera cita, conocedores de nuestros sentimientos, testigos de lo que los ojos nos transmitían y tras superar la timidez que nos había atenazado hasta ese momento pudimos degustar nuestros labios, acariciarnos las mejillas y fundirnos en un apresurado abrazo de despedida.
Y entonces llegó ese domingo de mayo, en el que el sol despertó tras muchos meses de frío y lluvias, pleno y generoso para ofrecer el mejor decorado al encuentro definitivo.
Habíamos quedado en un restaurante para comer, sin prisas, sin planificar nada, esperando que la magia y la atracción hicieran el resto. Ningún reloj nos coartaba, ninguna obligación nos atenazaba, la vida nos había reservado ese día para nosotros.
Una de bravas, una de chocos, aceitunas rellenas, varias croquetas y unas cervezas. No procedía tomar café, las mariposas hacían demasiadas travesuras en nuestros estómagos como para teñirlas con cafeína.
No habíamos planificado nada, la magia nos estaba convocando pero no sabíamos en que escenario debíamos encontrarla. Tras pagar a medias la cuenta empezamos a andar sin rumbo, degustando el placer de agarrarnos las manos y dedicarnos algún que otro beso.
Un gran teatro nos sugirió el escenario perfecto, una playa de sol anaranjado nos cautivó, de manera que nuestros pasos se dirigieron a ella por ley no escrita. A pies descalzos y con zapatos en mano buscamos una loma amiga, que nos refugiara del miedo y nos atrincherara nuestra intimidad.
No podía dejar de mirar esos ojos verdes y Nina no podía dejar de estudiar cada sonrisa, cada pliegue de mi cara, cada gesto….
Las caricias suaves, los besos tiernos, las miradas intensas y los corazones apresurados. Dos cuerpos temblorosos y febriles esperaban conocerse, dos almas huérfanas cuchicheaban a escondidas interpretando a un cupido invisible cargado de flechas.
Y entonces llegó ese beso largo, el definitivo, el que nos encomendaba a probar suerte, a perder los miedos, a emprender un nuevo viaje, más bonito, más pleno, un viaje de solo ida.
La pasión requería de paisajes más íntimos, alejados de miradas curiosas, de mentes cerradas y de voayeurs profesionales y abandonamos la playa, dejándola huérfana y con la miel en los labios.
Llegamos a casa, atenazados por vergüenzas retomadas y otra vez esa timidez estúpida, mirando marcos de fotos, saludando a la mascota de turno y disculpando el desorden en casa de quien no espera ninguna visita. Busqué su mirada, la provoqué, la seduje con una sonrisa y una leve caricia en la mejilla. Nuestros labios volvieron a encontrarse, premonitorios de delicias amatorias, las miradas tiernas confesaban nuestros deseos, y los abrazos proclamaban juegos hasta ayer prohibidos.
Manos valientes osaron escabullirse bajo la ropa, cuerpos arqueados cedían espacio a los dedos traviesos. Cinturones que poco a poco se escurrieron por sus hebillas, botones que se desojalaron con torpeza, mangas que se resistieron a desenfundarse de sus brazos y ropa que se esparció en la antesala de una habitación, fueron suficientes para rendir nuestros cuerpos a un deseo incontrolado.
Nos tumbamos en la cama, entrelazando piernas, interactuando caricias, sorbiendo besos, preparando nuestros cuerpos al escándalo del amor…La amalgama estaba lista para la fusión corporal, era el momento de volver a ese beso definitivo, el que nos rasgaría los últimos temores y las últimas vergüenzas, el último paso antes de que los dos cuerpos se unieran al fin.
Deslicé mi mano bajo su cérviz para tornar su cuello y hacerlo mío con mordiscos suaves y besos de fantasía. Con mi otra mano descubría por primera vez el relieve anatómico de sus pechos y recorría en grácil jugueteo mis dedos por los caminos de éstos, presionando en intermitente vaivén cada uno de ellos. Nina hincó sus dedos entre mi enmarañado cabello, destinando su otra mano a acariciar mi pecho con firmeza.
Me apeteció deambular por su cuerpo, esparciendo besos en pechos, ombligo y muslos, deslizando mi mano por las inacabables curvas de sus caderas y entonces añorando su mirada volví hacia su cara, me situé sobre ella, posando mis manos en ella con dedos abiertos para obsequiarle con ese beso definitivo, el que nos embriagó en la playa y que nos había citado en esa cama.
Nuestras pelvis se encajaron tras un acompasado movimiento circular, sintiéndonos lo más cerca que pueden sentirse dos personas, danzando como marionetas pendidas por un mismo hilo. Propuse sacudidas lentas con impulso profundo, Nina arañó mi espalda y yo mordisqueé sus labios sin perder de vista esos ojos verdes que me sulibeyaron desde el primer día. Barry White nos acompañaba con su “you’re the first, the last, my everything” en nuestro íntimo viaje al mundo del placer.
Nina quiso presidir mi cuerpo desde arriba, buscando su propio ritmo, contorneando su cintura en circular compás. El jadeo de ambos se silenció unos instantes, Nina empezaba a notar ese cosquilleo particular, ese hormigueo que descontrola el cuerpo, que libera el placer más poderoso que conoce la raza humana. Ceñí sus senos con fuerza, invadido por su energía, proclamando mi cortocircuito a ultranzas de las sensaciones de ella.
Un gemido sostenido se escapó por su garganta provocando la expulsión de todo mi magma sexual y un alarido feroz. Apuramos nuestros últimos vaivenes rítmicos, intercalando sollozos, musicando pasiones.
Tras consumar nuestro placer, las caricias y las miradas se explicaban sensaciones, se congratulaban de su destino y suplicaban que no acabara jamás esa magia que acababan de compartir.
No puedo decir que así acabó ese maravilloso día, por que por mucho que nuestras vidas de Cenicienta nos desafíen, por muchos relojes que nos coarten nuestros encuentros, ese día jamás acabará.